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El pequeño pastor que condujo el camino al Cielo: la muerte de Francisco de Fátima

Autor: Arias Daiana

En una modesta casa de Aljustrel, Portugal, un niño de apenas once años vivió sus últimos días con una serenidad que asombraba a todos los que lo rodeaban. Se llamaba Francisco Marto, uno de los tres pequeños pastores que, en 1917, aseguraron haber visto a la Virgen María en la Cova da Iría. Su historia, sencilla y luminosa, conmueve todavía hoy: Francisco no temía morir; la deseaba.

Desde las apariciones, algo había cambiado profundamente en él. Dejó los juegos y las canciones que antes compartía con su hermana Jacinta y su prima Lucía, para pasar largas horas en silencio, rezando. Decía que quería “consolar a Jesús y a María”, a quienes había visto tristes por los pecados del mundo. Su mayor alegría era el rezo del Rosario, del que llegó a ser un verdadero apóstol.

Cuando los vecinos le preguntaban qué quería ser de grande, respondía sin dudar:
—“No quiero ser nada. Quiero morirme e ir al Cielo.”
Ninguna de las opciones que le ofrecían —carpintero, militar, médico o sacerdote— le interesaba. Su padre, testigo de esa conversación, decía con ternura: “Ese sí es el deseo verdadero de su corazón”.

A finales de 1918, una violenta epidemia de influenza atacó a toda la familia Marto. Francisco cayó gravemente enfermo. Su madre lo cuidaba día y noche, pero el niño no se quejaba jamás. Aceptaba cada remedio sin protestar y repetía con calma:
—“Es inútil, mamá. Nuestra Señora vendrá pronto a buscarme.”

Durante su enfermedad, su única preocupación era prepararse para encontrarse con Dios. “Quiero confesarme y recibir a Jesús escondido”, le decía a su padre. El sacerdote local accedió, y así, con una devoción casi celestial, Francisco recibió su Primera Comunión —la única de su vida— sabiendo que sería también la última.

A Lucía, su prima y confidente, le pidió que le recordara si había hecho algún pecado que aún no hubiera confesado. “No quiero llevar conmigo nada que entristezca a Nuestro Señor”, le dijo. Después de confesarse, pidió que rezaran el Rosario junto a su cama, pues ya no tenía fuerzas para hacerlo él mismo.

Su deseo de morir no era fruto del miedo, sino del amor. Repetía una y otra vez que quería ir al Cielo para estar con Jesús y María, no por huir del dolor, sino para poder consolarlos para siempre. “Estoy muy mal, Lucía —le dijo una vez—; ya me falta poco para ir al Cielo. Pero antes quiero consolar a Nuestro Señor.

La madrugada del 4 de abril de 1919, su madre, agotada por la vigilia, vio que el rostro de su hijo se iluminaba con una paz inexplicable. “Madre, qué luz tan linda junto a la puerta”, alcanzó a decir. Un instante después, su sonrisa se congeló en el rostro: Francisco había partido en silencio hacia el Cielo, tal como siempre había deseado.

Al día siguiente, un cortejo humilde recorrió las calles de Fátima. Cuatro niños vestidos de blanco cargaban su pequeño ataúd. Lucía lo acompañó entre lágrimas, mientras Jacinta, enferma, permanecía en casa, ofreciendo su dolor “por los pecadores”. Una cruz de madera sencilla marcó su tumba, pero todos sabían que el niño pastor había alcanzado la meta que tanto anhelaba.

Años después, Lucía recordaría: “Francisco sólo pensaba en consolar a Dios. No quería otra cosa.

En 13 de marzo de 1952 los restos mortales de
pequeño Francisco fueron llevados del cementerio
de Fátima para ser enterrados en el transepto de la
gran basílica de Fátima. Tres de sus hermanos eran
portadores del féretro.

En 2017, el Papa Francisco canonizó a los hermanos Marto, reconociendo oficialmente su santidad. Pero mucho antes de ese día, quienes lo conocieron sabían que aquel niño de mirada dulce y voluntad firme ya había conseguido lo que más deseaba: morir para vivir en el Cielo.

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