Juan Diego sin barba: revisión etnohistórica y botánica del modelo guadalupano según las investigaciones de Tonsmann
Autor: Arias Daiana
Introducción
El análisis computarizado efectuado por Aste Tonsmann sobre la imagen guadalupana reveló, entre otros detalles, la supuesta figura de un indígena identificado como Juan Diego en el momento en que despliega su tilma ante el obispo Zumárraga. Una observación minuciosa de esta representación suscita interrogantes sobre la autenticidad etnográfica del retrato: el uso de sombrero, la morfología facial y la presencia o ausencia de barba.
El sombrero de Juan Diego: ¿una prenda improbable?
El primer detalle que llama la atención en la imagen reconstruida por Tonsmann es el sombrero o “sollate” que cubre la cabeza del indígena. Según los códices prehispánicos, especialmente los catorce considerados “de tradición azteca”, era poco frecuente que los hombres del pueblo —los macehualli— usaran sombreros en la vida cotidiana. Como explica Piho Virve en El peinado entre los mexicanos: formas y significados (p. 16), los tocados eran reservados a festividades o rituales, y los hombres comunes privilegiaban la comodidad en las labores agrícolas.
No obstante, la introducción de nuevas costumbres tras la conquista española pudo haber modificado esa práctica. Los sombreros de paja, comunes en las zonas rurales de Castilla, Extremadura y Andalucía, fueron rápidamente adoptados por trabajadores agrícolas expuestos al sol. En este contexto, no resulta improbable que un macehualli converso, como Juan Diego, hubiera incorporado tal prenda en su indumentaria habitual.
Asimismo, cabe considerar que, según el Nican Mopohua, Juan Diego era originario del calpulli de Tlayácac, en el señorío de Cuautitlán, y desempeñaba labores agrícolas dentro del sistema comunal. En tal condición, el uso del sombrero como protección contra el sol o la lluvia habría sido perfectamente funcional.
El milagro de las flores del Tepeyac y la evidencia botánica
Otro aspecto relevante de la investigación se relaciona con la supuesta presencia de “rosas de Castilla” en el cerro del Tepeyac durante el mes de diciembre de 1531. El Nican Mopohua enfatiza que la cumbre era árida, poblada de nopales, mezquites y abrojos, y que en invierno “todo lo destruye el hielo”.
Consultados los especialistas Teófilo Herrera (UNAM), Ermilo Quero (Jardín Botánico) y el director del Herbario del IPN, Rendowsky, todos coincidieron en señalar la imposibilidad de que florecieran rosas de manera natural en esa estación y altitud. Ninguno de los registros botánicos del siglo XVI —como los de Sahagún o Bernal Díaz del Castillo— menciona tal fenómeno.
Una contribución relevante la aporta el estudio de Guillermo Gándara, director del Herbario de México, quien en carta del 19 de febrero de 1924 al padre Jesús García Gutiérrez describe las especies recolectadas en el Tepeyac durante su excursión de 1923. Ninguna de las 29 especies identificadas corresponde a Rosa castillensis o especies afines. Gándara concluye que la flora del cerro, si bien típica de terrenos pedregosos y áridos, no habría cambiado sustancialmente desde el siglo XVI.
De ello se deduce que la aparición de flores en pleno diciembre constituye, en efecto, un fenómeno extraordinario dentro de los parámetros botánicos conocidos.
Rasgos antropológicos del rostro de Juan Diego
Las observaciones realizadas en la Sala de Etnografía del Museo Nacional de Antropología de México confirman que los rasgos del rostro ampliado por Tonsmann —nariz aguileña, pómulos prominentes, escasa barba— coinciden con los tipos fisonómicos de los pueblos náhuatl de la sierra de Puebla.
En contraste, los retratos coloniales y posteriores de Juan Diego lo muestran con barba y bigote, rasgos ajenos a la morfología indígena. Las fuentes prehispánicas corroboran que la mayoría de los mexica eran lampiños; sólo algunas figuras divinas fueron representadas con barba.
El padre Mendieta, en su crónica sobre los dioses aztecas, describe a Quetzalcóatl como “hombre blanco, de barba grande y redonda”. Este detalle, sumado a los testimonios de los emisarios ante Moctezuma que relatan la sorpresa de los mexicas ante los conquistadores “blancos y barbudos”, confirma que el vello facial era un rasgo exótico en Mesoamérica. Por tanto, las imágenes de un Juan Diego barbudo son iconográficamente inverosímiles y producto de la influencia europea.
Conclusión
La revisión interdisciplinaria de las evidencias —históricas, etnográficas y botánicas— refuerza varios de los aciertos de Aste Tonsmann en la reconstrucción del episodio guadalupano.
El uso ocasional del sombrero puede considerarse plausible dentro del contexto posconquista; la presencia de flores en diciembre, en cambio, apunta al carácter sobrenatural del relato; y la ausencia de barba en el rostro de Juan Diego resulta plenamente coherente con los rasgos físicos y la cultura material de los macehualli del siglo XVI.En consecuencia, la iconografía tradicional que representa al vidente como un hombre barbado debe ser revisada a la luz de la evidencia antropológica. El verdadero rostro de Juan Diego —el campesino nahualt que fue testigo del acontecimiento del Tepeyac— probablemente se asemeje más al humilde indígena sin barba revelado por los ojos de la Virgen que a las idealizaciones pictóricas de la colonia.
FUENTE
Benítez, J. J. (1982). El misterio de Guadalupe: Sensacionales descubrimientos en los ojos de la Virgen mexicana (pp. 202–206). Editorial Planeta.