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El enigma del rostro guadalupano: evidencias fotográficas y retoques en el siglo XX

Autor: Arias Daiana

Las investigaciones en torno a la imagen de la Virgen de Guadalupe han puesto de manifiesto no solo las incógnitas históricas sobre sus añadidos tempranos, sino también las intervenciones posteriores que marcaron su devenir en la época contemporánea. Uno de los episodios más controvertidos se sitúa entre 1926 y 1929, cuando, según el filósofo y estudioso mexicano Rodrigo Franyutti, la Iglesia habría efectuado retoques secretos en el rostro de la Virgen.

La hipótesis se sostiene en un análisis comparativo de registros fotográficos. La imagen comenzó a ser retratada sistemáticamente desde 1880, y en 1923 el fotógrafo Manuel Ramos realizó una serie de tomas de gran calidad, consideradas “oficiales” por su nitidez y cercanía inédita al rostro de la tilma. Sin embargo, tras la persecución religiosa iniciada en México en 1926 y la decisión de cerrar los templos salvo la basílica de Guadalupe, las autoridades eclesiásticas adoptaron medidas extraordinarias para proteger la reliquia. Documentos notariales atestiguan que la tilma fue retirada en secreto y sustituida provisionalmente por una copia, permaneciendo resguardada hasta 1929, cuando volvió a colocarse en su sitio original.

El contraste surge al comparar las fotografías de 1923 con las realizadas en 1930, ya normalizada la situación política. Mientras las primeras mostraban un rostro luminoso, limpio y lleno de nitidez, las segundas evidenciaban un oscurecimiento notable y un aspecto retocado, lo que llevó a Franyutti a denunciar una manipulación deliberada. El momento era particularmente delicado: en 1931, al celebrarse el cuarto centenario de las apariciones, la Iglesia distribuyó mundialmente las nuevas imágenes, es decir, las que mostraban un rostro ya alterado.

El informe de Franyutti subraya la singularidad técnica del original registrado en 1923. El rostro guadalupano carece de trazos pictóricos convencionales: ni cejas, ojos, nariz ni labios presentan pigmento añadido. Son, en realidad, simples irregularidades, fibras y manchas de la propia tela del ayate que, aprovechadas con una maestría inexplicable, conforman perfiles delicados y armónicos. La tridimensionalidad y la luminosidad se obtienen sin sombras ni contrastes de color, algo imposible de reproducir con técnicas humanas conocidas. Desde esta perspectiva, el carácter inimitable del rostro no solo descarta la mano de un pintor, sino que apunta a una técnica desconocida y superior, capaz de transformar las imperfecciones de la fibra en un retrato de profunda belleza espiritual.

El análisis del estudioso mexicano plantea así un dilema mayor: mientras la parte central de la imagen —cabeza, manos y vestiduras— parece responder a un fenómeno inexplicable, las intervenciones humanas del siglo XX muestran que la jerarquía eclesiástica no dudó en manipular la obra para reforzar su preservación o su proyección devocional. El resultado es una paradoja histórica: cuanto más se intentó “proteger” o embellecer la tilma, más evidente se hizo la singularidad irrepetible del original, cuya perfección fotográfica en 1923 sigue constituyendo uno de los mayores enigmas de la ciencia, el arte y la fe.

Franyutti sostiene que los retoques efectuados en distintos momentos de la historia modificaron tres aspectos fundamentales: la suavidad de la textura, la luminosidad y las facciones del rostro. Según su investigación, la faz original mostraba una continuidad perfecta de color, comparable más a un tejido sobre plumas que a una pintura convencional. Esa delicadeza visual se perdió al añadirse capas de pigmento, lo que produjo irregularidades y un aspecto áspero y parchado.

La luminosidad, otro rasgo característico, también habría desaparecido. El rostro original irradiaba una luz pura y acogedora, inexplicable desde el punto de vista pictórico, que transmitía ternura y proporción a toda la figura. Tras los añadidos, la faz quedó opaca y oscura, hasta el punto de que, en la actualidad, brilla más la vestimenta que la propia cara. Desde lejos se percibe como una mancha café, y de cerca, resulta desproporcionada y poco atractiva.

Las facciones, finalmente, sufrieron la alteración más grave. El rostro original, descrito como perfecto en anatomía y expresión, fue modificado con detalles añadidos: una papada excesivamente marcada, una mancha rojiza en la mejilla izquierda, sombras que desorbitan los ojos (en especial el derecho, que parece golpeado), una línea artificial sobre la nariz, labios desproporcionados, cabello ennegrecido y endurecido, y contornos alisados que borraron la finura inicial. En palabras de Franyutti, tales retoques han transformado un rostro único en una obra «poco hábil» que, incluso, ha llevado a estudiosos a confundirlo con el retrato de una mestiza o de una princesa azteca.

La pregunta que surge entonces es: ¿por qué se permitieron estos añadidos? No existen documentos oficiales que lo aclaren, pero los indicios permiten plantear dos grandes hipótesis. La primera apunta a una necesidad práctica: proteger la tilma de los daños causados por el paso del tiempo, el contacto de los fieles, insectos, humo y humedad. En ese caso, los pintores habrían intentado “salvar” la imagen, recurriendo al estilo gótico entonces en boga, agregando estrellas, armiños y otros elementos decorativos.

La segunda hipótesis es de carácter cultural y doctrinal. Los primeros misioneros españoles, formados en un imaginario mariano rígido, pudieron considerar insuficiente la sencillez de la imagen original. Resultaba difícil aceptar que una representación “milagrosa” careciera de ángeles, rayos, luna o cruz, símbolos habituales en la iconografía europea. En este contexto, se habría decidido «adornarla y darle compañía», adaptándola a las expectativas religiosas del siglo XVI. El testimonio del padre Florencia en el siglo XVII refuerza esta posibilidad: en un intento por embellecer la imagen, se añadieron querubines, aunque luego debieron borrarse por la deformidad que provocaban.

La cuestión de si el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, conoció o permitió estos retoques sigue abierta. Su biografía describe a un hombre prudente, sabio y celoso de la ortodoxia, difícil de imaginar aceptando una alteración de lo que él mismo habría visto surgir de manera milagrosa. Su muerte en 1548 abre, sin embargo, la posibilidad de que los cambios se realizaran poco después, coincidiendo con la actividad de pintores indígenas como Marcos, mencionados por los cronistas de la época.

No sería ésta la única intervención. Tras la gran inundación de 1629, nuevas circunstancias pudieron motivar otro proceso de restauración. Y ya en el siglo XX, entre 1926 y 1929, se documentan oscurecimientos del rostro que coinciden con el período en que la tilma fue ocultada en casa de la familia Murguía durante las persecuciones religiosas en México. Según diversas sospechas, el abad Feliciano Cortés habría ordenado retoques al observar que los hilos de la tela se marcaban demasiado en la faz. Sin embargo, la Iglesia nunca ha ofrecido una explicación oficial, manteniendo un silencio que recuerda al del siglo XVI respecto al verdadero nombre de la Virgen aparecida en el Tepeyac.

En definitiva, los estudios históricos, fotográficos y testimoniales coinciden en un punto clave: la imagen original, descrita como luminosa, delicada y de facciones perfectas, no corresponde exactamente a la que hoy contemplamos en la basílica de Guadalupe. Lo que vemos es, con toda probabilidad, el resultado de procesos sucesivos de retoque motivados tanto por el deterioro material como por interpretaciones culturales y religiosas limitadas. La tilma, por tanto, constituye no sólo un enigma devocional y teológico, sino también un caso abierto en la historia de la conservación del patrimonio.

FUENTE


Benítez, J. J. (1982). El misterio de Guadalupe: Sensacionales descubrimientos en los ojos de la Virgen mexicana (pp. 80–89). Editorial Planeta.

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