Guadalupe: un puente inesperado entre España y México
Autor: Arias Daiana
El enigma del nombre “Guadalupe” plantea una pregunta fascinante: si la Virgen se apareció al indio Juan Diego en 1531 y le habló en náhuatl, ¿cómo es posible que se refiriera a sí misma con un nombre de raíz árabe que carecía de sentido en la lengua mexica? Sin embargo, el Nican Mopohua, el relato más antiguo de las apariciones escrito en el siglo XVI, consigna con claridad que la Virgen pidió ser llamada así y que bajo ese título se construyera el templo en el Tepeyac. Esto despierta la sospecha de si se trató de una coincidencia providencial o de una adaptación cultural promovida por los misioneros españoles, muchos de ellos extremeños, que ya difundían la devoción a la Virgen de Guadalupe de Cáceres.
Para comprender el misterio, es necesario viajar hasta Extremadura, España, donde se alza el monasterio de Guadalupe, uno de los grandes centros de peregrinación de la península. Su historia, recogida en el códice Milagros de Nuestra Señora de Guadalupe (1407), se remonta nada menos que a Roma. Según este relato, el papa San Gregorio Magno conservaba en su oratorio privado una pequeña imagen de la Virgen María. Durante una peste que asolaba la ciudad, sacó la imagen en procesión y, en ese momento, un ángel apareció sobre el castillo de Sant’Angelo guardando su espada ensangrentada como señal de que la epidemia había terminado.
Poco después, San Gregorio envió la imagen a San Leandro, arzobispo de Sevilla, junto con reliquias y libros. En el trayecto ocurrió otro prodigio: una tormenta amenazaba con hundir la nave, pero al abrir el arca y alzar la imagen en brazos, el mar se calmó y una luz luminosa envolvió la embarcación, permitiendo llegar sanos y salvos a Sevilla. Allí San Leandro colocó la talla en su oratorio personal, iniciando una devoción que con el tiempo se trasladó a las montañas de Cáceres, donde la tradición cuenta que un pastor halló la imagen enterrada siglos más tarde. Ese hallazgo dio origen al célebre monasterio de Guadalupe, que desde la Edad Media se convirtió en un centro espiritual de primer orden en España.
Los conquistadores extremeños llevaron consigo esta devoción al Nuevo Mundo. Así, no sorprende que, pocos años después de la llegada de Hernán Cortés al valle de México, la Virgen del Tepeyac adoptara un nombre ya familiar para los españoles: Guadalupe. La pregunta, sin embargo, persiste. ¿Por qué Juan Diego habría escuchado un término árabe en plena conversación en náhuatl? Algunos investigadores sostienen que podría tratarse de un malentendido fonético: la expresión “Coatlaxopeuh” —“la que aplasta a la serpiente”— pudo haber sido interpretada por los misioneros como “Guadalupe”, advocación mariana ya venerada en su tierra natal.
Sea coincidencia o estrategia, lo cierto es que la identificación con la Virgen extremeña permitió consolidar de inmediato el culto guadalupano en tierras americanas, proyectándolo con una fuerza universal. Hoy, la Virgen de Guadalupe es el símbolo más poderoso de México, un icono que rebasa lo religioso y se confunde con la identidad cultural de un pueblo. En su nombre permanece el rastro de un puente histórico: una devoción que nació en Roma, viajó a Sevilla, echó raíces en Extremadura y cruzó el Atlántico para convertirse en la patrona de toda América. El misterio del nombre sigue abierto, pero quizás en esa mezcla de lenguas, culturas y caminos resida precisamente su mayor riqueza.
En un episodio que combina traición política, invasión y la huida desesperada de fieles y reliquias, la tradición relata que la venerada imagen de la Virgen María fue llevada clandestinamente desde Sevilla hasta una ermita junto al río Guadalupe, donde quedó enterrada y protegida por clérigos que huían de la amenaza mora. El relato —tan épico como religioso— ofrece a la vez un crudo retrato del colapso sociopolítico y una escena íntima de devoción que pareció salvar lo sagrado en medio del desastre.
El telón de fondo: reino y conspiración
En el tiempo en que reinaba don Rodrigo, la Corona había sometido vastas tierras y muchos reyes musulmanes pagaban parias. El conde don Ulan —identificado en la tradición con don Julián— fue enviado por el rey a cobrar esos tributos al otro lado del mar. Allí, la historia toma un giro oscuro: la condesa, esposa del conde, le confiesa a su marido que tuvo relaciones con el propio rey. Herido en su honor, el conde concibe un plan destructivo contra la España cristiana.
Para ganarse la confianza del monarca, don Julián aconseja al rey don Rodrigo que ordene la desmilitarización de sus vasallos —que deshagan las armas y abandonen las ciudades para dedicarse a la vida agrícola— y éste, convencido por la “buena razón”, decreta la medida. El resultado es inmediato: pueblos y fortalezas quedan despoblados o desprotegidos; la población se dispersa hacia las granjas y el campo.
La traición y la invasión
Con esa preparación, don Julián viaja nuevamente al otro lado del mar y convence a los reyes moros —en particular al más poderoso, llamado Soldán— de aprovechar la oportunidad: con España desarmada, podrían desembarcar y someterla sin dificultad. Miles y miles de moros cruzan el mar y desembarcan por Gibraltar. El efecto es una invasión masiva que provoca el abandono y la huida de la población sevillana.
La huida de los clérigos y la protección de lo sagrado
Entre quienes huyen de Sevilla están clérigos de vida piadosa que llevan consigo la preciada imagen de la Virgen Santa María, junto a la cruz y otras reliquias. Al escapar llegan al río llamado Guadalupe, flanqueado por grandes montañas, y hallan en ellas una ermita con un sepulcro de mármol que guarda el cuerpo de San Fulgencio —cuyos huesos, según el relato, yacen ahora en el altar mayor de la iglesia de Guadalupe—.
En la ermita, los clérigos excavan una cueva a modo de sepulcro: introducen la imagen de la Virgen, una campanilla y una carta; sellan la cavidad con grandes piedras y cubren todo con más rocas. Luego se marchan, dejando la imagen oculta, protegida por la naturaleza y por la fe.
La carta: memoria y testimonio
La misiva depositada junto a la imagen es, en sí misma, una declaración de procedencia y veneración. En ella se asegura que la imagen fue guardada por san Gregorio en su oratorio —que la hizo san Lucas— y que san Gregorio la envió a san Leandro, arzobispo de Sevilla, junto con otras santas reliquias remitidas por el papa San Gregorio. La carta sirve como testamento: relata que, cuando España fue destruida en el tiempo de don Rodrigo, unos clérigos la trajeron y la escondieron en Guadalupe para preservarla.
Otras piezas del rompecabezas: la cruz y la dispersión final
El relato añade datos concretos sobre las reliquias: la cruz fue enterrada en la tierra de Aimarás; los clérigos que ocultaron la imagen huyeron después a las montañas de Castilla la Vieja. Antes de la huida masiva de los habitantes de Sevilla, y en los hechos que anteceden la tragedia, la narración señala que “nuestro Señor, para su gloria, llevó a San Leandro”, y que tras él tomó el arzobispado su hermano San Isidro. La sucesión eclesiástica queda marcada por la calamidad política y militar que asola la tierra.
Significado y continuidad: fe entre ruinas
Más allá de la trama política y militar, el pasaje que relata cómo la imagen fue llevada a Guadalupe pone en primer plano la tensión entre poder y piedad: cuando las instituciones fallan y las ciudades se desmoronan, la comunidad religiosa procura preservar aquello que representa continuidad espiritual. La imagen, la campanilla y la carta son herramientas de memoria: un hilo que conecta a la Iglesia local con tradiciones cristianas más antiguas —atribuyendo la talla a san Lucas y su custodia a san Gregorio— y que pretende legitimar la devoción en un nuevo refugio.
En resumen, el episodio es a la vez crónica de una traición con consecuencias geoestratégicas (la desmilitarización y la invasión), y relato hondo de resistencia simbólica: mientras las armas se deshacen y las ciudades quedan vacías, unos clérigos arriesgan todo para enterrar lo sagrado y asegurarse de que, cuando el tiempo lo permita, la devoción pueda renacer en Guadalupe.
FUENTE
Benítez, J. J. (1982). El misterio de Guadalupe: Sensacionales descubrimientos en los ojos de la Virgen mexicana (pp. 90–96). Editorial Planeta.