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La primera aparición de la Virgen de la Medalla Milagrosa en primera persona

Por: Rafaela Randello

A pesar de que Santa Catalina Laboure nunca quiso escribir su historia, en el año 1857 por petición de sus superiores tuvo que escribirla. Se publicaron de manera anónima, pues ella asi lo quería. Este testimonio, breve y sencillo, conserva un valor único: es la voz directa de quien fue testigo de una de las apariciones marianas más importantes del siglo XIX. A continuacion dejamos el extracto de lo que Catalina escribio:

Padre, usted quiere que le detalle brevemente lo sucedido hace 26 años; me siento incapaz de hacerlo, pero voy a intentarlo con toda la sencillez posible.
Ruego a María, mi buena madre, que me ayude a recordar todas las circunstancias. Oh María, haz que sea para tu mayor gloria y la de tu divino Hijo.

Y después llegó la fiesta de San Vicente, en cuya víspera nuestra buena madre Marta nos dio una conferencia sobre la devoción a los santos y en particular a la Santísima Virgen, lo que me dio tal deseo de verla que me acosté con el pensamiento de que esa misma noche vería a mi buena Madre, ¡hacía tanto tiempo que lo deseaba!, al cabo me dormí. Como se nos había distribuido un trozo de tela de un roquete de San Vicente, corté la mitad, me la tragué y me dormí, pensando que San Vicente me obtendría la gracia de ver a la Santísima Virgen.

Por fin, a las once y media de la noche, oí que me llamaban por mi nombre:
—Hermana, Hermana, Hermana.
Me desperté y miré al lado donde escuchaba la voz, que era el lado del corredor, descorrí la cortina y vi a un niño, vestido de blanco, como de cuatro o cinco años, que me decía:
—Venga a la capilla, levántese pronto y venga a la capilla, la Santísima Virgen la está esperando. Enseguida me vino al pensamiento:
—Pero me van a oír. El niño me respondió:
—Esté tranquila, son las once y media, todos están bien dormidos; venga, la aguardo.

Me apresuré a vestirme y me, dirigí a donde el niño, que había permanecido sin apartarse de la cabecera de mi cama.

Me siguió, o mejor, yo le seguí, él siempre a mi izquierda, llevando rayos de claridad por donde pasaba; por donde quiera que íbamos las luces estaban encendidas, lo que me extrañó mucho; pero quedé más sorprendida al entrar en la capilla, cuando se abrió la puerta apenas tocarla el niño con la punta del dedo; y mi sorpresa fue más completa todavía cuando vi encendidas todas las velas y todos los cirios, lo que me hacía recordar la Misa de Medianoche.

Sin embargo, yo no veía a la Virgen. El niño me condujo al presbiterio, junto al sillón destinado al Director. Alli me puse de rodillas y el niño se quedó de pie todo el tiempo. Como la espera se me hacía larga, miraba por si pasaban las veladoras por la tribuna.

Llegó por fin la hora. El niño me previno diciéndome: —Ya viene la Virgen, aquí está.
Escuché como un rumor, como el roce de un vestido de seda que salía del lado de la tribuna, cerca del cuadro de San José, y venía a sentarse en un sillón parecido al de Santa Ana, la Santísima Virgen solamente; no era la figura de Santa Ana y yo dudaba si era la Santísima Virgen, pero el niño, que seguía allí, me dijo:

—Es la Virgen.

Me sería imposible decir lo que experimentaba en aquel instante, lo que pasaba dentro de mí, me parecía que no veía a la Santísima Virgen. Entonces el niño me habló no como niño, sino como el hombre más enérgico y con las palabras más enérgicas. Mirando a la Santísima Virgen me puse de un salto a su lado, arrodillada sobre las gradas del altar, con las manos apoyadas en sus rodillas.

Allí pasé el momento más dulce de mi vida, me sería imposible decir todo lo que sentí. Ella me dijo cómo debía comportarme con mi Director y otras cosas que no debo decir, la manera de conducirme en mis penas, el venir al pie del altar, que me mostraba con su mano izquierda. Me echaré al pie del altar y expansionaré alli mi corazón y recibiré todos los consuelos de que tenga necesidad. Le pregunté el significado de todo lo que había visto y ella me lo explicaba todo.

Estuve allí no sé cuánto tiempo. Lo único que sé es que, cuando se marchó, sólo vi algo que se desvanecía, en fin, sólo una sombra que se dirigía al lado de la tribuna por el mismo camino por donde ella había venido. Me levanté de las gradas del altar y vi al niño donde lo había dejado. Me dijo: Se fue.
Desandamos el mismo camino, siempre todo iluminado, y el niño iba siempre a mi izquierda. Creo que este niño era el ángel de mi guarda, que se había hecho visible para hacerme ver a la Santísima Virgen, pues yo le había rezado mucho para que él me obtuviera ese favor. Estaba vestido de blanco, llevando consigo una luz milagrosa, es decir, iba resplandeciente de luz, y representaba unos cuatro o cinco años de edad.
Al volver a mi cama eran las dos de la mañana, que oí dar la hora, y ya no me dormí.

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