El dedo que señaló su destino

Catalina tenía miedo. Estaba en su casa, aún no había entrado al convento, y todo a su alrededor era la misma rutina: la granja, el trabajo, el silencio. Pero una noche, mientras dormía, algo cambió. Soñó que estaba en una iglesia. En el altar, parado entre las sombras, reconoció la figura de un sacerdote que no conocía personalmente pero cuyo rostro reconoció al haberlo visto en un cuadro en la casa de las Hijas de la Caridad.

Era San Vicente de Paúl.

Catalina se quedó inmóvil. No hubo palabras. Él tampoco se acercó. Solo levantó su brazo con suavidad y, como quien invita sin exigir, extendió su dedo índice… pidiendole que se acercara.

Un solo gesto. Eso fue todo.

Ella no se movió. No por desobediencia, sino por algo más hondo: una mezcla de temor y algo de certeza. Sintió que no estaba soñando cualquier cosa. Aquello era una señal. Y se despertó.

Despertó con el corazón agitado. Esa imagen —San Vicente en silencio, señalándola— la acompañaría por años. Era la primera pista de lo que vendría. Días después, vería ese mismo gesto en otros sueños. Hasta que finalmente entendió: debía entrar en la Compañía de las Hijas de la Caridad, la obra que San Vicente había fundado.

Y entonces, todo comenzó.