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El inicio de la Medalla

Por: Rafaela Randello

Nadie lo supo al principio. Ni siquiera las hermanas del convento. En un rincón silencioso de la capilla de Rue du Bac, una joven novicia acababa de recibir un encargo de la misma Virgen Maria.

Era noviembre de 1830. Catalina laboure había visto a la Virgen. Solo dio una orden clara, breve, definitiva: “Haz acuñar una medalla según este modelo. Las personas que la lleven con confianza recibirán grandes gracias.”

Eso fue todo. Catalina no sabía qué hacer con eso, ya que solo era una novicia. No tenía voz ni poder. Pero habló con su confesor, el padre Aladel, y repitió palabra por palabra lo que había visto y finalmente en 1832, se acuñaron las primeras medallas.

Mientras tanto, París fue golpeada por una epidemia de cólera. La gente moría en las calles y no había hospitales suficientes. Las Hijas de la Caridad empezaron a repartir la medalla entre los enfermos. Y algo sucedió. Algunos sanaban. Otros no enfermaban. Otros morían en paz, aferrados a ese pequeño óvalo de metal que parecía llevar en sí mismo una promesa más fuerte que la enfermedad. Sin que nadie lo planeara, la medalla empezó a circular como si tuviera vida propia.

Ya no se la llamaba “la medalla”. El pueblo le dio un nuevo nombre: la Medalla Milagrosa. En 1834 ya circulaban más de dos millones. En 1839, más de diez millones. En pocos años, la pequeña imagen de María de pie sobre el mundo, con la oración grabada en su contorno, había cruzado océanos y atravesado continentes. 

Mientras tanto, Catalina seguía en silencio. Nunca dijo que era ella. Nunca quiso aparecer. Siguió su vida como Hija de la Caridad, atendiendo ancianos, lavando suelos, rezando en la misma capilla donde había visto a la Virgen. Murió en 1876. Solo entonces se supo la verdad. Solo entonces se reveló que esa mujer, sin nombre durante décadas, había sido el canal por el cual Dios había hecho brotar una devoción que aún hoy sigue viva.

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