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La Virgen María aparece en La Salette

Por: María Emilia Zuchelli

En lo profundo de los Alpes franceses, rodeada de pastos verdes y montañas silenciosas, se encuentra La Salette, una aldea remota que en el siglo XIX pasaba inadvertida para el mundo… hasta que algo extraordinario ocurrió.

Era el 19 de septiembre de 1846, víspera de la fiesta de Nuestra Señora de los Dolores (que en aquella época se celebraba el 20). En una pradera aislada, más cerca del valle que del pueblo, una luz deslumbrante, más intensa que el sol pero que no dañaba los ojos, se manifestó ante dos humildes pastorcitos: Mélanie Calvat, de casi 15 años, y Maximino Giraud, de 11.

Ambos eran de Corps, un pueblo un poco más grande cercano a La Salette. Vivían en la pobreza, no sabían leer ni escribir, apenas entendían el francés, y hablaban principalmente en el dialecto local, el occitano. Mélanie ya estaba acostumbrada a cuidar vacas en verano; Maximino, en cambio, era su primera vez, por eso lo habían confiado a ella.

La mañana de la aparición, los niños se habían quedado dormidos y al despertar no veían a su rebaño. Asustados, buscaron a los animales hasta divisarlos del otro lado de un riachuelo. Al descender para alcanzarlos, sucedió lo inesperado: una gran luz, más brillante que el mediodía, apareció delante de ellos. En medio de esa luminosidad, como envuelta en un sol interior, se reveló una figura sentada… una “Bella Señora”. Pero esta no se encontraba serena ni sonriente, sino que estaba llorando. Sus lágrimas, claras y brillantes, caían silenciosas por su rostro… pero se desvanecían antes de tocar la tierra.

Mélanie, con notable precisión, logró describirla con una riqueza de detalles que estremeció a quienes la oyeron:

“Era grande y proporcionada. Su cuerpo parecía leve, como si pudiera elevarse con un soplo de viento. Era majestuosa e imponente, pero su sola presencia daba tanto respeto como ternura. Uno sentía miedo de acercarse, y al mismo tiempo, un deseo profundo de ir hacia ella… Su mirada era suave, penetrante, como si sus ojos hablaran desde lo más profundo del alma.”

Aquella “Bella Señora” que vestía un traje blanco de plata, luminoso, casi inmaterial, era la Virgen María. Sobre su pecho brillaba un gran crucifijo, de donde emanaba la luz que los envolvía. A sus lados colgaban un martillo y unas tenazas. Sobre sus hombros descansaba una cadena dorada, y de su cabeza, cintura y pies brotaban rosas de colores y aromas que no existen en la tierra. Su chal rojo rubí contrastaba con el delantal dorado, “tan brillante como mil soles juntos”.

Después de aquella aparición, la Iglesia, con la prudencia que la caracteriza, separó a los niños para investigarlos por separado. Querían estar seguros de que no se trataba de un engaño infantil. Pero los relatos coincidían, una y otra vez. Y el mensaje era claro: el mundo debía volver a Dios, dejar de blasfemar y honrar el domingo, o vendrían tiempos difíciles. Desde entonces, La Salette ya no es solo una aldea alpina. Es un lugar de silencio, de conversión, y de lágrimas sagradas.

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