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Bernadette Soubirous en Lourdes: la prueba del agua bendita a la Virgen

El domingo de carnaval, 14 de febrero de 1858, apenas tres días después de la primera aparición, Bernadette regresó a la gruta de Massabielle. Convencida por su hermana Toinette y por el recuerdo de aquella “Señora vestida de blanco” que no la dejaba en paz, se encaminaron hacia la gruta, esta vez con un frasco de agua bendita.

Dentro de sí aún dudaba: ¿era realmente la Virgen? ¿O solo una ilusión, quizá incluso algo maligno? Para disipar sus temores, decidió poner a prueba a “aquero”, como decía “aquello” en su dialecto, para asegurarse de que venía de Dios.

Las dos hermanas subieron la cuesta del Chioulet. Desde lo alto, Bernadette respiró hondo y, como suspendida en una alegría que la aligeraba, descendió hacia las rocas de Massabielle. Una vez en la gruta, comenzó a rezar el rosario. Tras la primera decena, la claridad se encendió de nuevo.

«Ahí está la claridad. ¡Querat lo! – exclamó Bernadette –  ¡Ahí está! Lleva el rosario colgando del brazo derecho. Os está mirando.»

Pero solo ella veía. Toinette, desconcertada, no percibía nada. Fue entonces cuando Bernadette, armándose de humildad y valentía, abrió el frasco:

“Empecé a echarle agua bendita mientras le decía que si venía de parte de Dios se quedase, y si no, que se fuese, y me daba prisa en seguir echándole agua..”

La Señora no retrocedió. Al contrario: sonrió. Inclinó la cabeza. Y cuanto más la rociaba, más sonreía, más se inclinaba, más viva era la visión.

De pronto, Bernadette quedó pálida, inmóvil, los ojos abiertos y fijos. Había entrado en éxtasis. Toinette intentó sacudirla, pero era como arrastrar un peso muerto. Durante toda la primera parte de la aparición, sin dejar de «ver», había podido hablar con entera libertad. Ahora, ajena al mundo exterior, se hallaba absorta en la visión.

«¿Qué te pasa? ¿Dónde te duele? ¡Responde!» intentó Toinette.

Sin respuesta de Bernadette, quien seguía arrodillada con las manos juntas. Sus ojos, clavados en el agujero del peñasco, no parpadeaban. Toinette empezó a empujarla y a zarandearla, tratando de forzarla a levantarse, pero, aunque apenas oponía resistencia, parecía muy, muy pesada, como un saco de harina.

La madre del molinero de Savy, Jeanne Barrau-Nicolau, y su hermana, Jeanne-Marie, que iban paseando por el pie de la cuesta, subieron al oír los gritos y vieron lo que sucedía. Ambas intentaron levantar a Bernadette, pero sin éxito, regresaron al molino en busca de un hombre y encontraron a Antoine Nicolau, el molinero.

Las personas, ya enteradas del alboroto, acudían a la gruta a ver lo que sucedía. Cuando el molinero llego Bernadette continuaba en el mismo estado. A pesar de las prisas, se quedó un momento mirando sencillamente:

“Bernadette estaba de rodillas… con los ojos muy abiertos, clavados en la hornacina… Las lágrimas le caían por la cara. Estaba sonriendo y tenía una expresión hermosa… más hermosa que todo lo que yo he visto. Me dio pena y alegría, y todo el día me sentí conmovido al pensar en ella… Me quedé quieto un rato, mirándola… Las chicas estaban como yo, se decían algo unas a otras; mi madre y mi tía estaban tan embelesadas como yo… Miré hacia la hornacina, pero no vi nada. A pesar de su sonrisa, me daba pena lo pálida que estaba.”

Finalmente, con gran esfuerzo, lograron arrastrarla hasta el molino de Savy. Solo al cruzar el umbral, su rostro recobró el color. Bajó la cabeza, la sonrisa se apagó y volvió en sí. No había notado ni el trayecto ni la multitud que la rodeaba.

Pero ¿qué es lo que ves en ese agujero? ¿Ves algo feo?

Es una muchacha muy bonita, lleva un rosario colgando del brazo…

Bernadette no podía explicarlo mejor. Sentía que algo nuevo habitaba en su corazón. Para ella era la belleza pura.

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