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El lugar donde se detiene el tiempo

En una pequeña aldea montañosa de Bosnia-Herzegovina, hay una hora precisa en que todo se detiene: las 18:40.

No es un mito ni un relato olvidado. Es una experiencia diaria que miles de personas han vivido, en silencio o con lágrimas, en el corazón de Medjugorje.

Todo comenzó una tarde de junio de 1981, cuando seis adolescentes aseguraron haber visto a la Virgen María en lo alto de la colina Podbrdo. Desde entonces, cada día, a la misma hora, ese encuentro se repite. Y con él, se manifiestan fenómenos que desafían cualquier lógica.

A las 18:40, el aire cambia. Los relojes se detienen, sin que nadie los toque. Los grillos se callan de golpe. Los pájaros detienen su vuelo. Los perros, que caminan entre la gente o custodian la colina, se tumban en un silencio reverente. Los árboles dejan de moverse, como si el viento se detuviera para no interrumpir. Todo se rinde a esa presencia invisible. Todo se somete. El tiempo, la naturaleza, el cuerpo.

Pero no todo es calma. Porque cuando el cielo se abre, también se agita el abismo.

Entre la multitud, algunos comienzan a llorar sin saber por qué. Otros tiemblan. Algunos caen de rodillas. Y hay quienes gritan, blasfeman, hablan en lenguas que nadie entiende, como si algo oscuro dentro de ellos no pudiera resistir la presencia de lo sagrado.

La luz de María no solo consuela: también desenmascara

En Medjugorje, lo invisible se hace tangible. El tiempo se rinde, los animales callan, los relojes enmudecen, los demonios gritan y el alma, al fin, escucha.

Medjugorje es un umbral. Entre el cielo y la tierra. Entre lo humano y lo eterno.

Cada tarde, a las 18:40, ese umbral se abre.

Y Ella, la Madre, desciende. En silencio, en ternura y en poder.

Porque la Virgen María está presente. Y quiere ser escuchada.

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