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La prueba para el Obispo

“Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo; allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia”

Esas fueron las firmes y tiernas palabras que la Virgen le dijo a Juan Diego. Él, obediente, siguió las indicaciones que la Virgen le había dado y subió al cerrito Tepeyac, sin saber lo que encontraría. Al llegar a la cumbre, se detuvo asombrado. Ante sus ojos se encontraba algo imposible, un milagro: rosas de castilla florecidas, frescas en pleno invierno.

¿Cómo era posible aquello? ¿Cómo podía brotar tal belleza en una estación fria, sobre un terreno árido y rocoso, donde apenas crece maleza? Pero allí estaban, frescas y hermosas.

Juan Diego no perdió tiempo y comenzó a cortar con cuidado las flores, recogiendo todas las que sus manos pudieran sostener. Con el alma llena de asombro, bajo del cerrito a encontrarse nuevamente con la Virgen. Allí ella, con una dulzura infinita tomo las rosas, las acomodó en la tilma del humilde mensajero y le habló:

“Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla.

Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigorosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas.”

Con cuidado y reverencia, Juan Diego fue a la iglesia en busca del obispo y, tal como le había pedido la virgencita, soltó el nudo de su tilma dejandola caer y desplegarse por el suelo. Pero que sorpresa se llevaron todos, cuando las rosas al caer dejaban a la vista la tilma del indígena con la imagen de Nuestra Señora Madre, la Virgen. Nadie podia dudar ya que el cielo había hablado.

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